Más allá del problema de las pensiones.


Asistimos desde hace unos meses a un intenso debate sobre las pensiones. Las movilizaciones de los pensionistas han propiciado que el asunto se sitúe en un lugar preferente en la agenda mediática y política. Ya era hora. Espero y confío que de la mano de las pensiones lleguemos a empezar a discutir con seriedad cómo se va a abordar la atención a las personas mayores más allá de la garantía de ingresos. Entiendo que es un debate que debería estar protagonizado por las propias personas mayores.
Nadie duda de que las pensiones se erigen como una de las medidas de política social de mayor impacto. En referencia a datos demográficos y económicos de 2017, el importe anual destinado a abonar las pensiones contributivas de la Seguridad Social asciende a 124.347 millones de euros, lo que representa el 10,69% del PIB. En España hay un pensionista (20,7% de la población) por cada cinco habitantes y en regiones como la mía, Castilla y León, la cifra se eleva a uno por cada cuatro (25,2%). En el debate sobre las pensiones se utilizan argumentos de todo tipo para defender un modelo público de pensiones o para todo lo contrario. Conviene recordar en ese debate que, aún siendo muy importante la inversión en protección social en España, aún no se alcanza la media de los países de la Unión Europea (UE). Según la oficina estadística de la UE (Eurostat), el dinero dedicado a la protección social en España representa el 16,8 % del PIB, 2,3 puntos menos que la media de la UE que alcanza el 19,1 y 3,2 menos que la Zona Euro que se eleva al 20%. Aún hay margen (si se quiere). Este diferencial se aprecia también en la inversión en otras importantes políticas de garantía de derechos sociales como el de sanidad (7,1 % del PIB de la EU y el 6% del PIB de España) o el de educación (4,7% del PIB en la UE y el 4% del PIB en España). En sanidad y educación también hay margen (si se quiere).
También conviene recordar que, como ocurre habitualmente, las cifras de inversión social no se reparten homogéneamente entre los beneficiarios. Así, según datos de la Seguridad Social (eSTADISS) referidos al año 2017, el 50,4% de los pensionistas tienen una pensión inferior al Salario Mínimo Interprofesional y el 68,5% tienen una pensión inferior a 1000€. Estas cifras ponen de relieve las diferencias entre beneficiarios y que el grueso del gasto no se reparte igual entre pensionistas. Así, podría afirmarse que, aproximadamente, la mitad de los pensionistas que menos perciben sólo acumulan el 25% de la inversión. A todas luces, hay un problema de desigualdad en la distribución, reflejo probablemente de la desigualdad  existente y creciente de los ingresos por rentas del trabajo. Al estar basadas las pensiones de la seguridad social en un sistema de reparto proporcional al importe de las cotizaciones realizadas, los que cobraban menos como trabajadores cobrarán menos como pensionistas y a la inversa. Resulta difícil pensar en un sistema de solidaridad basado en desigualdades poco solidarias.
La dinámica demográfica nos pone frente a un reto de enorme magnitud y gravedad, más allá del tema de las pensiones: cómo vamos a atender adecuadamente a nuestros mayores. Progresivamente las personas mayores son más, viven más y presentan más y más diversas necesidades de atenciones y cuidados de todo tipo. En este reto las personas mayores se tienen que implicar. Los servicios sociales en general y el Trabajo Social en particular deberían contribuir a ello.
No hay duda de que el debate sobre cómo mantener y mejorar las pensiones y la asistencia sanitaria y farmacéutica es uno de los más importantes, entre otras cosas, porque concentran el grueso de la inversión en la protección a las personas mayores. Pero creo que también se debería abordar otros retos que tienen planteados las políticas sociales en relación con las personas mayores. Aquí voy a plantear tres, de mucha menor exigencia presupuestaria pero, desde mi punto de vista, muy importantes para la calidad de vida de estas personas.
El primero de ellos es la debilidad de las políticas de atención social a las personas mayores en situación de dependencia. Basta con leer (ver aquí) el último informe del Observatorio de la Dependencia que realiza y publica la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales para comprobar cómo el Estado se va desvinculando con el Sistema de Atención a la Dependencia, dejando a las comunidades autónomas la mayor responsabilidad en la prevención y promoción de la autonomía personal y atención a la dependencia y generando importantes desigualdades en función de la sensibilidad y capacidad económica de las distintas comunidades autónomas. Esta debilidad mantiene, cuando no acrecienta, la precariedad y sobrecarga del apoyo informal en la atención a las personas mayores. En demasiadas ocasiones, los apoyos informales, especialmente de naturaleza familiar, son los únicos de los que disponen los mayores dependientes. Ello provoca que muchas personas mayores dependientes se puedan ver en una situación de semi abandono o de total abandono, con todo lo que ello significa. Sin olvidar la feminización de las tareas de apoyo informal que alimenta la brecha de género. Apostar por un sistema de atención a la dependencia de calidad, robusto y universal es, además de un ejercicio de responsabilidad, una manera de promover una economía, la de los cuidados, con gran potencial para la generación de riqueza (sostenible) y empleo (de calidad).
El segundo reto tiene que ver con la superación de los tradicionales modos de atención a las personas mayores caracterizados por ofrecer cuidados limitados, parciales y fragmentados. Los distintos niveles y dispositivos de salud y atención social trabajan frecuentemente de manera descoordinada ofreciendo respuestas estándar a situaciones personales y familiares muy diferentes. Es preciso incorporar modelos de atención que ofrezcan respuestas individualizadas, flexibles, integrales e integradas a las necesidades de apoyo a las personas mayores. Entiendo que deben ser respuestas que refuercen el vínculo comunitario y atiendan a las distintas dimensiones de la calidad de vida de los mayores.
El último reto tiene que ver con la necesidad de aumentar la presencia y participación social y política de los mayores. Las personas mayores deben ser consideradas más allá de un grupo de población pasiva a la que hay que atender y sobre el que invertir buena parte de los recursos destinados a las políticas sociales. La esperanza de vida está facilitando la convivencia de hasta cuatro generaciones en las que se produce flujos muy interesantes de ayuda bidireccional. Ello debe estimular el salto de los mayores a la esfera pública y a la acción política en sentido amplio.
Confío en que la influencia y presencia de las personas mayores vaya avanzando y consigan situar sus opiniones, valores, preocupaciones... en el ámbito mediático, político, comunitario... Son muchos y poseen esa sensatez que dan los años vividos. Pero para ello hay que ir más allá del tema de las pensiones.